Los
momentos discurrían raudos e implacables; alarmados
sus
pensamientos, su mente recordaba la fecha de Narad.
Temblorosa
desasosegada contable de sus riquezas,
calculaba
los insuficientes días que restaban:
una
terrible expectación laceraba su pecho;
horrible
para ella era el paso de las horas:
la
angustia llegaba, apasionada extranjera a su puerta:
desvanecida
mientras en sus brazos, del sueño
surgía
cada mañana mirándola a la cara.
Vanamente
se refugiaba en abismos de gozo
de la
persecución de un final que conocía.
Cuanto
más se anegaba en el amor esa angustia crecía;
su pesar
más profundo surgía tras las más dulces vorágines.
La
remembranza era un punzante dolor, sentía
cada día
una hoja dorada cruelmente arrancada
de su
demasiado delgado libro de amor y de gozo.
Así
meciéndose en intensas ráfagas de felicidad
y
bañándose en sombrías olas de presentimiento
y alimentando
la tristeza y el terror con su corazón, —
pues
ahora se sentaban entre los huéspedes de su pecho
o en su
cámara interior caminaban aparte, —
sus ojos miraban sin ver luz en la noche
del futuro.
Desde su separado yo miraba y veía,
[al pasar entre los inconscientes rostros
amados,
para la mente una extraña aunque tan
próxima para el corazón],
al ignorante mundo sonriente seguir
felizmente
su camino hacia un desconocido destino
y se asombraba de las despreocupadas
vidas de los hombres.
En diferentes mundos caminaban, aunque
tan próximos,
ellos confiados del sol que regresa,
arropados en las pequeñas esperanzas y
tareas de cada hora, —
ella en su terrible conocimiento sola.